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viernes, 24 de enero de 2014

.... y las Alasitas 24 Enero

Su nombre deriva del verbo aymara alaña, “comprar”, y puede traducirse como “Voy (o vas) a comprar, nomás”. Se trata de un inmenso mercado callejero en el que se venden las miniaturas que se ofrendan al Ekeko (además de los propios Ekekos, por supuesto).
Originalmente, la feria solía celebrarse coincidiendo con el solsticio de verano en el hemisferio sur, es decir, hacia el 24 de diciembre. Durante la colonia se mantuvo la costumbre entre los estratos populares. Sin embargo, tras el cerco de La Paz en 1781 por parte del caudillo aymara Tomás Apaza Nina o Tupaq Khatariy su subsiguiente derrota, el gobernador-intendente Sebastián Segurola trasladó la fiesta al 24 de enero, en acción de gracias a la Virgen de La Paz por aquella victoria contra los insurgentes indígenas. Desde entonces, en esa fecha tiene lugar la Feria de las Alasitas, que convoca a artesanos de toda Bolivia... y a compradores de deseos en miniatura.
En principio, las “illas” o amuletos de ofrenda al muñequito se intercambiaban mediante trueque. Su comercialización vino mucho después.
Aunque todos hablan en nombre de la tradición, curiosamente no dicen lo mismo. Según unos, estos objetos deben adquirirse a las doce del mediodía con toda la fe que se pueda juntar, y luego deben ser ch’allados, es decir, mojados con la bebida que se brinda generalmente a la Pachamama, la Madre Tierra. Sin embargo, para otros es la ch’alla propiamente la que debe realizarse al mediodía. Junto a la bebida alcohólica puede utilizarse algún sahumerio y hasta pétalos de rosas, y el rito debe ser practicado por personas especializadas en esos menesteres. Muchos van luego a la iglesia para que el sacerdote bendiga los elementos con agua bendita. Tras tantos años de convivencia, los curas andinos han aceptado la imagen del Ekeko y participan en tales actos, a pesar de que contradigan, en ocasiones, los principios de la religión y la propia liturgia cristiana.


La Feria de las Alasitas exhibe un muestrario de verdaderas obras de arte en pequeño formato, elaboradas en un abanico de materiales, tales como cerámica, yeso, lana, paño, mimbre, metal, piedra, cuero y plástico. Los puestos se clasifican según estas materias primas, destacando los de yeso (casas, animalitos, etc.), lata (coches y otros vehículos, refrigeradores, ordenadores), madera (elementos de cocina, muebles), cuero (animalillos), caña (instrumentos musicales) y alimentos (bolsitas con granos de cereales, legumbres, harina, azúcar, fideos, café, etc.). El dinero que se ofrece al Ekeko es especial: son representaciones en pequeño de billetes y monedas (generalmente dólares, euros y bolivianos) y llevan la identificación “Banco de la Fortuna” o “Banco de Alasitas”. No obstante, para diferenciarse entre sí, en las ferias de algunos lugares pueden observarse rótulos particulares como “Banco de Urkupiña” o “Banco de Copacabana”.

El Ekeko

Los Ekekos (también escrito «Equecos») son pequeños muñecos de arcilla cocida, piedra o cerámica que pueden encontrarse en muchas casas de los Andes, desde Argentina y Chile hasta Ecuador, pasando por Perú y Bolivia. Aunque, por supuesto, su difusión en otros países se ha extendido a lo largo de los años, en especial de la mano de los emigrantes bolivianos.

Si bien su procedencia actualmente es motivo de disputa, se piensa que el Ekeko es de origen tihuanacota y que pasó de la cultura Tiahuanaco o Tiwanaku al Imperio Inca tras la caída de la primera. Se trataría de una divinidad de origen prehispánico, un dios de la abundancia y la prosperidad llamado Thunupa que luego se convirtió en una deidad hogareña a pesar de los intentos de los colonizadores españoles por erradicarlo. Su nombre aparece en las tempranas crónicas hispanas y en la primera gramática y diccionario de la lengua aymara, la de Ludovico Bertonio (1612).
De acuerdo a la creencia popular, el Ekeko materializa los deseos que se le piden. Y, para pedirle algo, es necesario colgarle de sus alforjas, cintura, brazos o cuello —o bien colocarle bajo sus pies o en sus cercanías— miniaturas de aquello que se quiere que él haga realidad.
Así, si se desea un coche nuevo, un teléfono, una cámara, un rebaño de ovejas, dinero, casa, ropa o lo que sea que se pretenda conseguir, es preciso adquirir o fabricar la miniatura de dicho elemento y ofrecérsela al Ekeko. En sus pequeñas alforjas, además, puede cargar alimentos de todo tipo, hojas de coca, títulos académicos, instrumentos musicales o billetes de avión.
Las miniaturas son verdaderas obras de arte, y han generado una feria propia, la de las Alasitas, en donde se venden versiones reducidas de cualquier cosa que se le pueda solicitar al Ekeko, y en donde se desarrollan los ceremoniales asociados a esas miniaturas (ver).
Indudablemente, también existen desaprensivos que no se molestan en conseguir réplicas pequeñas y colocan elementos tamaño natural bajo o sobre el muñequito.
Pero no todo es pedir. Es menester que se cumplan ciertas normas en relación al geniecillo. Así, un día a la semana —generalmente los viernes— se le ofrece algún tipo de bebida alcohólica (es decir, se deja a su lado un vasito con la bebida), se le pone comida y hojas de coca y se le da de fumar. Para ello, la mayoría de los Ekekos tienen la boca abierta en una sonrisa con espacio suficiente para insertar el cigarrillo y encenderlo. Aunque se sigue debatiendo sobre ello y hay quien apunta que el tabaco debe consumirse sólo hasta la mitad para no provocar la cólera del hombrecito, la tradición señala que si se consume por completo, la semana venidera será afortunada.
La fisonomía del Ekeko ha ido cambiando con el tiempo. En época prehispánica, sus figurillas de piedra mostraban un personaje jorobado, rechoncho, desnudo y dotado de un enorme falo, símbolo de su poder fértil. Luego pasó a ser una efigie totalmente indígena a cuyas espaldas se amarraban ovejas, burros, casas y sandalias. Mas tarde fue un mestizo atiborrado de coches, camiones, motos y demás. Hoy en día es blanco, viste terno y hasta sombrero, lleva bigotito y en sus alforjas esconde ordenadores, pasaportes, aviones, maletas de viaje y dinero. Lo único que no ha cambiado demasiado es su gordura y su carita alegre.
A veces va tan lleno de cosas que la frase “estar (o ir) cargado como un Ekeko” se ha vuelto proverbial para designar a aquellas personas que portan sobre sus espaldas demasiados bultos.
Como puede verse, las costumbres asociadas al Ekeko son muchísimas. Una de ellas indica que no se debe comprar, sino que debe ser regalado. Otra establece que hay que taparle la cara hasta que se encuentre en el hogar que va a cuidar: tras descubrirle el rostro, se le debe presentar toda la casa, y luego ubicarlo en un lugar cómodo y agradable. Una tercera advierte que una mujer soltera no debería tener un Ekeko, pues el geniecillo es muy celoso y ahuyentaría a todos sus pretendientes. Y la última aconseja que tiene que haber un sólo Ekeko en cada vivienda (dos llevaría a la discordia) y que debe cargárselo de ofrendas una vez al año.
En 2009, Bolivia reclamó la propiedad del Ekeko como patrimonio exclusivo del país. No tardaron en escucharse voces peruanas en contra, argumentando que se trata de un icono binacional representativo de la cultura andina.